Angélica
cogió una copa de vino, y la miró detenidamente. Trataba de buscar en
ella algo que la reviviera en ese instante. No había nada que la hiciera
reaccionar, se sentía perdida. Una mentira piadosa había sido la
culpable de todo lo que le estaba pasando ese día. Por mucho que ella le
había dicho, no era suficiente para que Alberto la perdonase. Ya no
confiaba en ella. Se había roto la magia; ese hilo invisible que los
unía, y que por muchas vueltas que diera la vida, por muchos nudos que
se le hicieran jamás se partiría. Cerró los ojos, como queriendo borrar
todo lo que vivió, la imagen de Alberto enfadado, gritando mientras
cogía sus cosas. Aún resonaba en sus oídos el golpe de la puerta cuando
éste salió de casa.
Ella
seguía mirando la copa de vino tinto, rojo como la sangre. La suya le
hervía en las venas después de toda la ofuscación. En el otro lado de la
mesa estaba la copa de Alberto, sola en una esquina al lado de la
botella. Una botella de vino
tinto, que pretendía ser el elixir de una noche de amor, una noche que
la desventura tornó en desidia. Alberto se sintió engañado, ninguneado
cómo si Angélica hubiera estado jugando a dobles con él y con su ex
pareja.
Cogió
la copa de vino, y después de secarse las lágrimas, la llevó a sus
labios y bebió. Luego, levantó la copa y la miró para ver los destellos
granates, olió el aroma intenso afrutado y con un toque de vainilla.
Volvió a beber, era fresco, ligero y con la acidez justa. Se sintió
aliviada, al menos sus nervios se relajaron un poco; el vino le ayudó a
aguantar el envite del llanto. Se dejó caer en el sillón, en silencio,
con la mirada perdida en ninguna parte. Sus pensamientos alborotados,
como también lo estaba el salón. Por más que se preguntaba a sí misma,
no entendía cómo había acabado la noche así. Cada uno por un lado y la
mesa puesta con las copas de vino que eran los únicos testigos de lo que
allí había pasado. Dos copas tulipas, que parecían que se reían
burlonas de toda la escena. Nunca imaginó que acabaran las cosas así,
era la única persona que de verdad le había interesado en la vida. La
única que le había enseñado lo que significaba que la quisieran. El
único hombre con él que la palabra amor tenía significado. Por no
hacerle daño, retrasó contarle una cosa, y fue su perdición, el creía
que otras veces también le había mentido. El llanto acampó de nuevo por el rostro de Angélica, entre suspiros y sollozos se quedó dormida con las primeras auras del día.
La
cerradura de la puerta crujió con el giro de la llave desde el
exterior. Alberto llegó a la casa y se encontró todo tal y como la noche
anterior se había quedado. Lo único diferente era la botella de vino ya
vacía, tirada en el suelo junto al sillón donde dormía Angélica. Su
copa de vino, estaba intacta en el mismo sitio donde la puso la noche
pasada. Corrió las cortinas y se sentó en el sillón situado al lado del
que ocupaba Angélica. En silencio esperó que ella se despertara, sin
decir ni una palabra. Un mal entendido no podía acabar con cuatro años
de amor, él no la quería perder.
Los
rayos del sol entraban por la ventana, acariciaban la cara de Angélica
haciéndola si cabe más hermosa a los ojos de él. Despertó y lo vio
sentado en frente de ella, no supo qué decir. Alberto se levantó y la
cogió por sorpresa de la cara, y la besó en los labios y luego en la
frente.